Justo Cuadras había sido
toda su vida un cazador furtivo.
Desde su más tierna infancia (que
paradójicamente de tierna no tuvo nada) creció correteando por los bosques
cercanos a las altas cumbres de los Pirineos aragoneses. Muy pronto aprendió el
oficio de su padre, que no era otro sino el de cazador. Su progenitor se lo
llevaba en largas y duras jornadas de caza, y le enseñó a seguir pistas, preparar
trampas y camuflarse en terrenos propicios. Animales y plantas del entorno no
tenían secretos para él. Tenían también algunos perros perdigueros que siempre
les acompañaban en sus salidas, y les ayudaban a localizar rastros. Un día como
tantos otros, mientras atravesaban un hayedo siguiendo los pasos de un ciervo
extraviado, los perros comenzaron a revolverse nerviosos, gimiendo y haciendo
señales a sus amos. El padre de Justo creyó que el ciervo andaba cerca y pecó
de imprudente por no interpretar correctamente los avisos de los perros. Una
osa herida rondaba cerca de allí, y se abalanzó contra los dos cazadores. El
padre de Justo murió en el ataque, mientras que el zagal pudo escapar ileso de
una experiencia que le marcaría para siempre.
Cuando esto pasó, Justo tenía
doce años y se acababa de quedar solo en la vida… Con sus perros. Sabía que sus
fieles compañeros habían tratado de avisarles, y ellos no les habían hecho
caso. A partir de entonces procuró establecer lazos de relación más estrecha
con sus animales, de manera que a base de mucho tiempo y esfuerzo empezó a
interpretar mejor sus señales. De la misma manera, poco a poco iba consiguiendo
que los perros pudieran obedecer órdenes más complejas que un simple ‘¡busca!’
o ‘¡siéntate!’. Se dedicó a cruzar diferentes razas de perro para lograr una
más resistente y con un olfato más afinado. Con el paso del tiempo consiguió
incluso una mezcla entre lobo y mastín que se ajustaba bastante a sus
necesidades. Cansado de su vida furtiva en 1865 decidió bajar de las montañas
acompañado de su jauría en busca de una vida más cómoda.
Ofreció sus servicios
y el de sus animales al general Prim, que por aquellos días patrullaba por los
Pirineos. Prim, sorprendido en un principio por aquella extraña oferta quiso
poner a prueba las capacidades de aquellos perros. Si tan buenos eran según
decía su dueño, ¿serían capaces de rastrear cualquier tipo de elemento?
¿Incluso la piedra cometa? Por intentarlo… Y tras unos días más de
entrenamiento, Justo estaba preparado para el curioso experimento; eligió a dos
de sus más queridos perros y les hizo seguir el rastro de un fragmento de
piedra cometa que Prim había hecho esconder en algún remoto lugar a unos cinco
kilómetros a la redonda de su posición. Los perros echaron a correr, y para sorpresa
de todos, ¡en menos de una hora volvían a la falda de su dueño para entregarle
el trozo de piedra!
De inmediato Prim tuvo conciencia de que aquellos animales
podían ser de grandísima utilidad para sus planes, si conseguían localizar los
trozos del material extraterrestre desperdigado por todo el territorio. Justo
había conseguido convencer al general, y consiguió una plaza en una pequeña
caravana con destino al castillo de Prim, en Retuerta del Bullaque, junto a más
hombres con talentos dispares, como Jordan Gatling o Solomon Andrews. Con el
castillo como sede de investigaciones, los avances de todos estos hombres (y
mujeres, también mujeres) cambiarían el rumbo de la historia.
Justo seguiría
trabajando en el perfeccionamiento y adiestramiento de la raza de perros que
había creado, a la que comúnmente se denominaría ‘Sabuesos Pirenaicos’, muy
codiciados en adelante…